Javier Callado fue durante muchos años mi mejor amigo, pero aquel suceso marcó el devenir de nuestra relación para toda la vida. Nunca me atreví a preguntarle abiertamente por lo ocurrido, pues mi propio juicio fue suficiente como para finiquitar de un plumazo nuestra amistad. Sin embargo, aún después de muchos años, no sé si acerté o no en mis conjeturas, pero lo cierto es que jamás volví a hablar con Javier. En ocasiones, todavía hoy me asusta pensar que me equivocara al juzgar negativamente lo que presencié, mientras que en otras, me angustia el hecho de pensar que pude hacer algo más de lo que hice. 

Javier Callado era un tipo normal de unos treinta años más o menos. Desde que le conocí nunca jamás había visto en él nada extraño que me hiciera sospechar sobre algo raro en su comportamiento. Era un chico alegre, extravertido, aunque a mi parecer excesivamente sociable. Javier siempre fue un muchacho bondadoso. Recuerdo que en una ocasión se gastó toda la paga del mes en auxiliar a una pobre mendiga que vio tirada en la calle. Por eso, me costaba creer que pudiera haber hecho algo así.  Por aquella época regentaba un negocio de alfombras que había heredado de un tío suyo soltero que había muerto sin tener descendencia. El local estaba situado a pocos metros de la puerta de Bisagra en Toledo, lo que le convertía en un sitio muy frecuentado por turistas. El mostrador de madera antigua estaba roído y descascarillado por el paso del tiempo, al igual que el resto del mobiliario que había en la tienda. Sin embargo, la colección y exhibición de alfombras que albergaba en su interior eran de un valor incalculable, lo que hacía que muchos visitantes acabaran finalmente comprando. En aquella mañana del mes de julio, la tienda estaba repleta de gente, pues había llegado un autobús cargado de americanos. El termómetro del cartel anunciador indicaba los 38º de calor. Yo llegué sobre las dos de la tarde, por lo que me quedé a esperar a Javier para ir a tomar el aperitivo. Al ver que la cosa iba para rato, cogí una de las revistas que reposaban sobre una pequeña mesita de espera y me puse a leer. Estaba ensimismado en la lectura de un artículo sobre la gastronomía en el Quijote cuando me entraron unas horribles ganas de orinar que acabaron irremediablemente conmigo en el baño. El servicio estaba al final del local y para llegar a él había que pelear activamente contra todas las alfombras que pendían desde todos los sitios. Llevaba un rato sentado en la taza releyendo el artículo cuando me pareció escuchar una voz bajita a lo lejos. Al principio no hice demasiado caso. Podría tratarse de mi imaginación porque el sitio invitaba a ello, pero no tardé en comprobar que aquel sonido era real. 

Parecía una especie de lamento. Me vestí en menos de un minuto. Comencé a buscar alguna puerta o resquicio por aquellas paredes ocultas por alfombras de todo tipo, pero no encontraba nada por más que lo intentaba. Al poco, pude ver a lo lejos un tapiz de color marrón oscuro con ribetes amarillos que pendía del techo y que se pegaba fijamente a la pared final del sótano. Aquellos colores me resultaron sospechosos de algo, así que me dirigí hacia ella con algo de miedo. Retiré la pieza y descubrí una vieja puerta que se escondía al estilo de un pasadizo secreto. Me asolaron las dudas. Estaba espiando a Javier, mi mejor amigo. Me vino a la cabeza la imagen de su esposa y su hijo recién nacido del que yo era el padrino de pila y se me hizo un nudo en la garganta. Todo aquello me estaba superando cuando escuché de nuevo aquel extraño ruido. Fue el detonante definitivo para decidirme a entrar.

Una mujer demacrada dormitaba casi desnuda en un colchón tirado en el suelo. Tan solo tenía puestas unas bragas de color negro y un diminuto corsé de color rojo. Parecía extranjera y estar soñando de forma profunda, pues balbuceaba y emitía sonidos quejosos. Al lado de aquella improvisada cama, había una diminuta lamparita de noche y una estantería de madera que pendía de la pared a poca distancia del suelo. Alcancé a ver El guardián entre el centeno de Salinger y un plato de comida todavía humeante. La escena me sugirió tantas cosas que me quedé inmóvil. No podía creer lo que estaba viendo. Era increíble, todo lo que Javier Callado me había contado desde niño se había desmoronado en un segundo. Pasaron por mi cabeza mil ideas distintas. Todas eran malas y tormentosas. No podía creer que Javier fuera un secuestrador o un maldito desviado sexual. Por momentos sentí un asco nauseabundo. Sin embargo, era mi mejor amigo y no podía fallarle. Aquella situación tenía que tener un porqué y no responder a lo que yo estaba imaginando. Me encontraba en medio de una lucha interior indescriptible que me bloqueaba y me impedía hacer, cuando aquella mujer abrió los ojos. Me miró fijamente y me sonrío. Se giró y se volvió a recostar. Estuvo a punto de darme un infarto.

Salí de aquel sótano como alma que lleva al diablo y con una tiritera que no era normal, escapé de la tienda. Al salir pude ver a Javier rodeado de turistas americanas que reían a más no poder. En aquel momento, le hubiera matado. Al salir del local, la cabeza me sugería ir a la policía y contar lo que allí había visto, sin embargo, no lo hice. Olvidé el juicio racional y seguí los pasos de mi corazón. No podía denunciar a mi mejor amigo, así que no lo hice. Al poco tiempo me llamó en varias ocasiones, pero nunca cogí el teléfono. Me suplicaba que le escuchara, pero siempre colgaba. Al año más o menos de lo sucedido, creí morirme al ver a aquella mujer en un diario de la ciudad. La noticia decía que había muerto en una de las calles aledañas a la Plaza de Zocodover. Al parecer un grupo de salvajes la habían apaleado por indigente. No pude evitar volver a recordar el secreto de Javier. Pensé en llamarle, pero nunca lo hice. Durante un tiempo estuve obsesionado con el secreto, por lo que decidí investigar algo más por mi cuenta. Descubrí que aquella mujer había pasado más de media vida internada en un hospital psiquiátrico de Estados Unidos. También me enteré que Javier había tenido otro niño y que su mujer había dejado de trabajar para cuidarle. Me trasladé a vivir a Madrid con el objetivo de olvidar el secreto. Todavía no he conseguido hacerlo.